Pornología



Todas las reuniones eran para rezarle a dios. Todos los grupos lo eran, en realidad. Para adorarle, para rendirle culto, para hablar de él, de la felicidad que propinaba tenerlo en sus vidas, de los favores que ofrecía, que eran más bien pocos, esporádicos e imposibles durante no pocos días del mes, de los caprichos que había que cumplirle para estar en buenos términos con él, de cómo ni eso, o en especial eso, te garantizaba mantenerlo de tu vida o no ser su esclavo sometido a las humillaciones más crueles y aberrantes... para rendirle culto, en resumen.

Entre los oficiantes se sacaban unas buenas carcajadas, y se sacaban en cara entre ellos lo ridículo que se les veía estar tan atentos a cumplirle a dios en vez de dedicarse a sus asuntos, bastante más importantes. Se envalentonaban y se alzaban en armas... hasta que llegaba la siguiente manifestación de dios. Entonces, como si se tratase de un ejercicio de honestidad, de admitir la debilidad de sus humanidades, hacer mea culpa o lo que sea que explique tal despojo de dignidad, no tardaban en alabar esa nueva manifestación de dios en términos de cuánto lo deseaban en sus vidas y de lo que estarían dispuestos a hacer para estar dentro de su gracia.

Por supuesto, dios, omnipresente como es, se complacía en tal nivel de esclavitud voluntaria. Y por supuesto, en su calidad de omnisciente en cuanto a lo que mantener el poder se refiere reprobaba, censuraba y repudiaba la idolatría, o sea, aborrecía las migajas de manifestaciones con que dios se complacía en agasajar a sus fieles e incondicionales felicreces. dios debía mantener a raya a dios no porque los actos de dios no fueran dignos de los hombres, no; dios debía contener a dios porque para los hombres ni el más mínimo rayito de su gracia debía ser gratis. El favor de dios es algo que había que ganarse; cualquier demostración de que la felicidad de los hombres estaba más cerca de lo que se suponía que piensen debía ser reprimida a sangre y fuego, incluso, y cuánto mejor, si se podía reprimir, censurar y humillar al mismo dios en el acto, tarea que cumplía dios en exceso bien pero que tampoco dudada en pedir asistencia a sus fieles. Ese era el secrerto de su poder.

Y sin embargo, los hombres se las arreglaban para ser felices. Lo eran, y lo eran genuinamente. dios fallaba cada vez con más frecuencia en sus intentos, y lo hacía por el peso su propia veleidad: así como los hombres gustaban de dios, dios gustaba, y mucho, de la serpiente.

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