El perfume de la muerte (parte I)
Él decía que las personas que despedían ese aroma estaban cercanas a la muerte. O se lo decía a sí mismo porque no se lo había dicho a nadie. Y Pecos, así le llamaban, no fallaba una, no había fallado desde que lo percibió, cuando niño. Ese olor característico acompañó a su abuelito por días, antes de morir de un paro cardíaco. Pecos lloraba sin parar. Les decía que Don Galo se iba a morir. No le creían porque Don Galo gozaba de una salud impresionante para sus 94 años de edad.
Ver morir a su bisabuelo favorito le dejó una gran lección, y parte de ella la había ejercido durante el trance desde que percibió ese aroma: "no se lo cuentes a nadie, así lo hagas nadie te va a hacer caso". Los mayores padecen de un escepticismo y una desesperación por el futuro tales que uno no sabe cuál va a explotar primero...
Pecos llevaba a la cuenta predichas 230 muertes. Para el bienestar de su ánimo la inmensa mayoría habían sido de lejanos, gente que había visto pasar. Los cercanos que se le habían muerto lo han hecho en circunstancias diversas. Sí, Pecos llevaba la cuenta y cuando tuvo un poco más de idea elaboró un cuadro estadístico de los tipos de muertes que sufrían las personas de quienes tenía ocasión de percibir esa escencia única. Para mayor bienestar de su alma las estadísticas elaboradas no arrojaban ningún patron: los fenecidos terminaban sus días a cualquier edad y en circunstancias desde trágicas hasta curiosas, algunas hasta risibles.
Pecos decidió dedicarse a la medicina. Al término de la preparación general prefirió la medicina general por sobre la geriatría, a pesar de las recomendaciones, muy fuertes, de sus colegas y mentores, que se basaban en la capacidad que tenía para, lo que ellos lamaban, llevarse bien con la muerte, infiriendo que esa cualidad suya podría venir tan bien en el área de cuidados paliativos. Pensaban, todos ellos, que lo suyo era una profunda compasión, capaz de entender a cada anciano y sus circunstancias, no solo médicas sino, y más importante, humanas.
Esto, sumado a las horas en anfiteatro que había pasado, el doble y hasta el triple que sus compañeros, le hacían, según ellos, ideal para geriatría. Pero no. El Doctor Pecos — así le llamaban sus colegas y él lejos de resentirlo también bromeaba con tal apodo — no tuvo en cuenta sus aptitudes para su elección. Mucho menos tuvo en cuenta el hecho de las veces que había acercado su nariz a los cadáveres, y notado que ese aroma característico no se presentaba en ninguno de ellos, mas sí lo hizo en una de sus compañeras de aula, quien murió de un cáncer que no sabía que tenía, y años después, en otro compañero que murió sentado.
El criterio del Doctor Pecos era el siguiente: él los vería a la entrada. Medicina general es la primera instancia de consulta médica que no sea emergencias, afinidad de la que también se hablaba mucho entre sus colegas con respecto a qué, según ellos, sacaría lo mejor de él. Pecos no iba a escoger una instancia así, no por estresante, que lo era, sino porque la probabilidad de que la gente llegue a morir era mucho más grande. No sobra decir, además, que durante sus días en internado y en asignaciones había atendido emergencias, y había habido gente que murió de quienes no percibió nada.
Del hecho de que él no percibiese en gente que se haya muerto ese perfume Pecos llegó a una tesis inquietante: las personas de quienes podía oler ese aroma estaban irremediablemente al final de sus días. Así, algunos años pasaron en su trajinar como médico general así como en sus andanzas en otras especialidades hasta que la recolección y procesamiento de los datos que había hecho toda su vida le llevó a esa misma conclusión: su tesis se había probado verdadera. El Doctor Carlos Peralta podía percibir el olor de a quienes la muerte estaba próxima a cosechar.
En cuanto llegó a esa conclusión sintió dentro de sí florecer, en todo su esplendor, su compasión. Si bien el "Doctorcito" Pecos era reconocido ya por su calidad humana, en ese momento podría decirse que la sintió por primera vez.
Así ejerció la medicina durante otro tiempo, mientras esto y aquello, pues era médico y cuando no estaba consciente de que alguien moriría su tarea era mantener y salvar vidas. La certeza sobre la conclusión de su tesis de vida le permitía ser afable y asertivo como ningún otro médico, y además, con un desapego casi místico. La única curiosidad de su vida era que, pues, no había establecido relación alguna, a pesar de los amigos, tanto íntimos como no tanto, que tenía, y a pesar de que, pues, no practicaba celibato alguno.
"Chances no te faltan, Pequitos", le decían hombres y mujeres, sin adivinar unos ni otras por qué mantenía su distancia. La explicación de su desapego no era el miedo, ese del que no había contado a nadie, ni ese desapego, ni la afabilidad, ni la certeza, no. Era curiosidad. A partir de cuando su tesis probó que su habilidad era infalible, Pecos albergaba una sola duda.