Del tercer ojo en adelante



Dos son suficiente. Tres, garantizan conexión. Cuatro y cinco, una cuestión de preferencia estética. Más de siete, un exceso total: los tres entre los cuatro y los siete, se entendían por un nivel de percepción superior. Había quienes defendían que con un tercer ojo bastaba, pero estos eran parte de la escisión más grande: estaban los que preferían ojos pares y los que los preferían impares.

Entre el representante de los pares y el de los impares se celebraría una batalla, al fin que era la únicam manera que quedaba que evite una guerra entre todos los místicos. El escenario era una quebrada que tenía dos estalagmitas curiosamente adecuadas en forma de meseta cada una y además a la misma altura. La distancia de la quebrada entre estas dos estalactitas y la superfice para aterrizar hacía prácticamente imposible que cualquiera pudiera aterrizar en el lugar, así, los místicos designados para la batalla que zanjaría las diferencias a favor de uno u otro credo tenían el conocimiento, el poder, la fuerza y todo que hiciere falta para enfrentarse entre sí y terminar de una vez y para siempre, tal era el juramento entre los bandos, con el absurdo de la disputa por una diferencia estética. Se designaría ganador al que botase al otro al fondo de la quebrada, al que lograre que el otro se rinda o al que venciese al otro de forma termina...

Los místicos aterrizaron, casi volando, sobre los minúsculos terraplenes. Tras momentos en los que se presume que algún tipo de batalla habría de estarse dando en un escenario al que sólo ellos dos tenían acceso — al público se le antojaba como estar viendo a dos gatos mirarse fijamente por instantes interminables antes de enfrascarse en una pelea — los místicos trajeron la pelea a esta dimensión.

Lejos de ser el espectáculo circense que no pocos se imaginaron, los místicos, enzarzados en su pelea, a cada golpe redefínían la realidad sin reparar en lo que podría pasar con los espectadores: deformes, sus vidas terminadas en horribles explosiones, fusionados entre sí o con algún elemento del entorno en aberrantes maneras, locos, sus mentes destruídas, estos sufrían en sus existencias las consecuencias de lo que habían concebido como la solución definitiva a sus disputas. En el gope final. los dos místicos acercaron las estalactitas y el terreno alrededor de ellas y mientras levitaban abrieron los ojos, los seis el uno, los siete el otro, y desapareciendo unos instantes antes, lanzaron un golpe de energía que lejos de resolver el entuerto causó más caos.

La mazamorra de figuras amorfas que eran espectadores y entorno quedó así imposible de desmadejar. Así fue por milenios hasta que de entre ellos el primer místico pudo retomar por fin su forma original. En virtud y ejercicio de haber sido el primero en aprender la lección de los dos místicos, dedicó su vida a ayudar a restablecer las formas de aquellos seres que así lo pidieren, dejando en paz y en deformidad a los que se negasen, y siempre recordando, para sí y para los que preguntasen, cuál fue el origen del caos:

"Este fue, cumpliendo con nuestros propios deseos, el decreto de los trece ojos".

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