Maniquíes
Si bien no le tenía miedo a las pesadillas tenía una que se había repetido incobrable ocasiones en la vida: las caras de la gente se derretían a la más leve elevación de temperatura.
La gente, o lo que fuere, ya no salía al sol.
Toda actividad había de ser nocturna y las luces del ambiente tenían que ser frías, o las caras se derretían como plástico al fuego. En los ojos de esos seres, dudosamente humanos, se veía cómodamente instalado el miedo al calor, incluso al que se pudiera generar por el contacto físico.
El efecto del aumento de temperatura era tal que los músculos de la cara parecían chorrearse sostenidos de manera imposible por la piel, y formaban bolsas como gotas. La única manera que se les había ocurrido a las gentes de ese escenario para en algo evitar tanto el dolor como el derretimiento era sonreír, cuanto más pronunciadamente mejor. Esas sonrisas eran todo menos alegría, ahí radicaba el horror de verlas en todas las caras.
Otros mascaban chicles. Los devoraban. Ni ellos ni quienes no lo hacían soportaban su acento. La adición a mascar chicle era tal que lo hacían en todo momento, hasta cuando dormían... Sí, la pesadilla duraba tanto que hasta podía vérseles dormir, otra cosa que les daba terror a esos seres. Lo hacían en ambientes de máximo cinco grados celsius, templando la cara en esa mueca ridícula que elevaba las comisuras de la boca todo lo posible.
Los había también que lucían unas caretas transparentes, de modo que el derretimiento reposaba sobre ellas. Estos eran los que menos se movían. El resto encontraba esto ridículo y a quienes así hacían les llamaban Maniquíes. Lo encontraban hilarante, prácticamente siendo lo único que arrancaba risas genuinas. Los Maniquíes por su parte habían encontrado la manera de sacarle provecho: provocar así la risa era una actividad bastante lucrativa. Los otros pagaban solo por verlos. Ellos cobraban solo por dejarse ver y moverse lo menos posible.
Unos y otros no podían hacer ningún sobreesfuerzo: los Maniquíes paleaban con las contagiosas ganas de reírse porque así ganaban plata, y todos, porque le tenían tal pavor al aumento de temperatura que hasta en reír se moderaban. No pocos Maniquíes estallaban en risa: literalmente sus caras estallaban dentro de sus caretas, volviéndose un amasijo de carne blanda y sangre. Morían gritando con todas sus fuerzas, a veces tras hasta media hora de dolorosa agonia. Algunos iban armados. En cuanto sus caras explotaban tomaban sus pistolas y se disparaban en la sien o bajo la quijada y apuntando hacia atrás para evitar la agonía todo lo posible. Los que no buscaban la forma más rápida de morir.
El sueño solía durar hasta el segundo o tercer suicidio. Se despertaba sudando y sus manos siempre iban directo a su cara y al interruptor de la lámpara del velador, que era bastante fuerte. En cuanto sentía el calor se cercioraba. Luego del chequeo de rutina prendía tele o computadora y veía cualquier cosa graciosa que encontraba y se preparaba para salir al parque a sus habituales tres horas al sol. De camino quedaba un centro comercial. En su ruta habitual veía las vitrinas y se alegraba mucho cuando veía a los maniquíes, más ahora que no tenían ojos ni boca. Le aliviaba que su pesadilla continuara siendo solo eso. Y les tenía fobia a las cirugías pláticas faciales.