El sueño de todos
— Y, no tener que trabajar, ¿cuál otro va a ser el sueño de todos?
Eso les decía a todos los que me miraban con la misma cara de sueño que tenía yo cada vez que me levantaba temprano, y me encontraba con algún advenedizo existencial preguntándome cuál es mi sueño.
— Y, el sueño de todos — solía responder con presteza.
A no pocos les cambiaba el semblante. Unos reían. Otros me veían como si hubieran visto a un infante decir una agudeza de aquellas que remueven irremediablemente la brea en que se suele envolver el corazón con los años. Nadie me desaprobaba pero preferían pensar que eso era una demostración de vagancia digna de castigo.
En ese punto les invitaba a recordar el Génesis (en Occidente no hay nadie, pero nadie, que no sea de pueblos autoaislados, que no conozca la biblia), con énfasis en la parte en que diosito reparte los castigos. Pero nunca más lejos. La puntualidad en la dedicación de los castigos no era para explicarse en los diez a quince minutos antes de realmente empezar labores, no. Eso era para una discusión cervecera, de esas que no me apetece tener con compañeros de oficina.