¡Kisama Kayo!
"Los japoneses están perdidos y esta sociedad está en la ruina por la misma razón: la preservación a ultranza de sus valores y su sistema feudal" me decía mi maestro mientras me contaba cómo los señores daimios podían disponer hasta del ano de sus fieles samuráis. Yo pensaba que eso era doloroso pero una cosa es pensarlo y otra saberlo... y otra muy diferente, hacerlo por amor y entonces, por fin, disfrutarlo. Cuando mi maestro me contó estas cosas yo tenía 6 años, y nunca lo olvidaré.
¿El? nunca me tocó. No hablaré sobre el candor que derrochaba y cómo le proporcionaba lo que luego entendí como favores de las mujeres que lo frecuentaban; demás estaba decir que ellas venían discretas y se iban contentas y dispuestas a defender al maestro con sus vidas y seguirle "pidiendo" fervientemente tales favores. Sólo diré que me prometió que él no sería quien me desflore, ni nadie sino el hombre que me guste, o el que yo ame.
Su fama como pintor era medianamente conocida; su fama como amante era un susurro imperceptible del viento de verano; su fama como espadachín era algo de lo que sólo conocían los que estaban a punto de fallecer; me entrenó en ese arte y en el arte de vivir mi vida en un lugar donde los hombres son propiedad de los señores daimios y las mujeres son propiedad de los hombres.
Su primera gran influencia en mi vida fue cuando me enseñó cómo espada y pincel pueden ser uno, e igualmente letales. Tras el asesinato de mi padre mi tío quedó a cargo de nuestra casa. El era un hombre abusivo y cruel con sus subordinados y con su familia. Yo no sabía que la línea entre el dolor y el placer era tan delgada ni que estaba a veces marcada con sangre; me conmovía mi tía con sus lastimeros quejidos y con sus moretones al siguiente día; extraño mucho a mi madre, que hizo caso omiso de la advertencia de mi abuela y un día que mi tío vino borracho con unos amiguetes ella le negó su cuerpo, a él y a sus amiguetes. "A una mujer se la honra!" fue lo último que gritó antes de ser deshonrada y luego degollada. Mi tía se tardó sólo unos segundos en taparme ojos y oídos envolviéndome en su regazo pero fue tarde. "A una mujer se la honra". Yo pintaba y hacía garabatos que un sujeto que venía de vez en cuando vería y sabría apreciar. A pocas personas respetaba mi tío como a él; era el único de los habituales invitados a la casa que podía entrar armado. Días después el señor se las ingenió para dejarme un mensaje en clave, citándome en un prado cerca del acantilado horas antes de caer la tarde.
El mensaje era claro: "sé puntual y trae tu pincel". Llegué con las justas, creo, no le vi a primera vista. De pronto, cual una visión apareció ante mí, vestido como nunca había vestido antes a nadie: un traje negro, cubierto la cara por completo y con un sombrero de los que se usan para los viajes largos. Yo estaba aterrada pero como acto reflejo saqué mi pincel apuntando hacia la figura aterradora, que echó a reír estrepitosamente: "excelente! sabía que lo harías!" Ante mi perplejidad se descubrió el rostro, y a partir de entonces pasé la primera de muchas tardes furtivas pintando primero y aprendiendo el arte de la espada después, y combinando estas técnicas de una manera que mi maestro alababa y pulía todo el tiempo y que a mí me llegó a enorgullecer como artista años después.
El me decía que las espadas eran un asunto fálico. Yo entendería estas palabras a mis 12 años, cuando el hombre designa que la niña está en "edad de merecer". Los 6 años previos desde que lo conocí me enseñó cómo sacar partido del ego masculino. Gracias a estas enseñanzas mi tío nunca me topó un pelo durante esos 6 años, si bien el incremento de las tareas, el esfuerzo y el cansancio poblaron mis días, mis tardes y parte de mis noches. No faltaré a la verdad, nunca nos faltó comida, pero en esa casa no éramos más que perros, y mi tío no era más que un perro más grande. Mi maestro me enseñó que un hombre de verdad tiene un arma y una katana, "con su katana protege a su mujer y con su arma la llena de placeres". Ahora puedo decir que él no era mujeriego porque él no las buscaba, y las que acudían a él siempre encontraban refugio en su sabiduría, en su ternura y en su lecho.
Mientras me decía estas cosas me instaba a incrementar mi habilidad artística y de combate. Yo tenía mi propio dinero, que él me daba por la venta de mis pinturas. Un día osé preguntarle qué hacía con ellas, dónde las vendía y si me estaba dando todo el dinero de las ventas, y me llevó de paseo. Al ver mis obras exhibidas en las tiendas del pueblo me emocioné muchísimo, y al ver a cuánto se vendían entendí que mi maestro no me estaba explotando, como sí hacía mi tío con su propia familia y con sus subordinados. Me enseñó que debía cuidar ese dinero, que tarde o temprano me serviría me decía, y así fue a mis 12 años, en mi cumpleaños.
"Las katanas son un asunto fálico". Mientras volvía a decirme esto desenvolvió de un manto de seda azul preciosa y tersa una kodachi, "las kodachi son tan finas como la mujer, mujer que serás de hoy en adelante". Me emocioné hasta las lágrimas y abracé firmemente a mi maestro, que nunca me prohibió demostrar mis emociones pero me enseñó a domarlas, las mías y las de los hombres y las mujeres de mi alrededor. Mas esa noche no necesitaría un arma.
Regresé a casa y comíamos como habitual, sin alzar la mirada a nuestro "benefactor" y amo, hasta que noté que me miraba de esa manera morbosa como miran los viejos cerdos a los que él provee de jovencitas como yo. "Ya estás en edad de merecer", mi abuela, mi tía y las mujeres de la mesa palidecieron y bajaron, más, su semblante. Yo hice lo propio y palidecí también hasta que se acercó a mí, mano abierta hacia mis posaderas y perdió un ojo y luego otro en el camino. Intentó desenvainar, así ciego como acababa de quedar víctima de un par inesperado de ohashis y apuntó hacia mi cuello, olvidando mi estatura y cortándose un brazo, que yo ubiqué en la trayectora de la katana guiada por sus manos torpes y su furia estúpida. El resto de mujeres de mi casa no tuvieron tiempo para apreciar la escena pero corrieron solícitas a curar heridas. Me veían con perplejidad. Yo veía en sus miradas algo que no había visto nunca en una mujer de mi sociedad y que nació con nosotras: un bloque de hielo rompiendo en un río de lágrimas de júbilo que miraban a la primera mujer en derrotar a un cabrón experto en bushido. Sé que le habrían dejado morir desangrado en una agonía lenta como las noches en que él les "hizo mujeres", como sus antepasados "hicieron mujeres" a sus antepasadas, pero en un acierto de inteligencia le curaron rápido para evitar su muerte. Una de ellas cobró venganza por sí misma dejándole la lengua partida en dos, cual una serpiente, mientras él gritaba "Kisama Kayooo!", las últimas palabras que podría articular normalmente y como hombre dentro de nuestra casa y por el resto de su vida.
Mi maestro supo lo acontecido. No me reprendió. No me dijo nada por unos días, días en los que yo hice el duelo tras haber dado muerte a la sumisión de que padecía yo y siglos de generaciones de mujeres de este país. Tras esos días me retó con palabras que volvieron a provocar en mí aquella furia de días atrás. Demás está decir que nunca conseguí asestarle un solo golpe y que sólo me hacía daño con las ramas de los árboles. Le odié primero, luego me odié a mí por ser tan débil, "no eres débil por sentir, eres débil por no entender". Dijera lo que él dijera no hacía más que incrementar mi furia y la velocidad y la imprecisión de mis ataques hasta que, como una araña, consiguió que me entrampara a mí misma en el enramado y la maleza del bosque. No podía moverme más por el cansancio y por la prisión enque se convirtió el misericordioso poblado de árboles. "Te rindes?" "Jamás!" "Entonces estás derrotada." Lloré, grité y pataleé con la fuerza que me quedaba hasta quedar dormida colgada en las ramas. cuando desperté estaba vestida con un kimono precioso, perfumada y mis heridas sanadas "por mi maestro!!!" pensé con el horror de deducir que me vio desnuda, cuando se acercó a mí una mujer muy elegante, extranjera. "Bebe esto. Cuando te sientas mejor el Maestro ha dispuesto que lo busques. Esta casa es un laberinto, no intentes salir por otro lado que por donde te indiqué". La bellísima extranjera se incorporó y dejó la habitación caminando con cierta dificultad pero con una mueca de placer que me intrigaba.
Yo no iba a quedarme con la curiosidad de saber dónde estaba, si bien aún el estupor me dominaba. Salí por donde me había indicado la mujer y vi a mi maestro sentado frente a la puerta. Le grité mil cosas y corrí a golpearlo todo lo fuerte que podía, sin técnica y con la furia, la desazón y el anhelo de obtener el perdón que de pronto me nació implorar. Mi maestro me sujetó de los brazos y me acercó a su pecho, abrazándome con una ternura que me hizo recordar a mi padre, a quien vi morir asesinado. "Yo no soy quien tiene que perdonarte, ni él ni nadie. Sólo son tú y el universo." Lloré por horas enteras mientras me servía el mejor té que había probado jamás, "ahora sabes a qué sabe la libertad en medio de un mundo de esclavos".
"Siéntate, perro!, y come". Nos volvimos muy hábiles en administrar nuestros recursos y si bien no podíamos dejar de ofrecer el servicio sexual por el que nuestra casa venida a menos había ganado fama tras la muerte de mi padre y por legado de mi tío, nos prometimos nunca más usar niñas o jovencitas o a nosotras mismas, y terminar con esa nefasta forma de vida antes de que se vuelva tradición. Yo me convertí a mis escasos 12 años en ama y señora de la casa, tutelada por mis mayores. Por primera vez en mucho tiempo sentí lo que es el amor dentro de mi familia y me gustaba. Mi maestro venía con la misma frecuencia pero era tratado con cortesías que las mujeres de mi familia ya no disimulaban en ocultar; sus visitas nunca duraron lo suficiente como para que ellas se extiendan en tales cortesías, lo cual no impidió que más de una de ellas haya gozado de sus "favores". Comenzamos a crear formas de sustento aparte del comercio sexual, "tú vas a hablar cuando te digamos, y vas a decir lo que te digamos; si dices algo o haces algo demás nos suplicarás que te matemos". Nos parapetábamos en el respeto que el nombre de mi tío tenía para hacer sus "mandados", mas las chicas y mujeres de nuestra familia podían elegir cuándo y cómo atendían, y lo hacían con cada vez menos frecuencia, a sus "clientes".
Mi maestro y yo seguíamos entrenando. "Basta conque estés ligeramente fuera de su rango visual y no te verán", me enseñó el arte de volverme imperceptible a los ojos de la gente, "pero cuando enfrentes a alguien con habilidades nunca des por sentado que no te ha visto. Para ellos es que aprenderás a ser invisible y a desaparecer." Me enseñó que el arma soy yo y no mi kodachi, y que me debo respeto. Me enseñó también que no haga nada en contra de mi voluntad, por lo que en cada "misión" a la que le acompañé lo hice porque quise. "Nosotros no matamos. Matar no es liberar, es privar de la oportunidad de redimirse de cada sr humano", nuestras "víctimas" preferían la muerte a vivir aterrados por el recuerdo de nuestras visitas y por el tormento de sus crímenes. "No somos vengadores ni apoyamos a nadie. Tokushimas y Tenkos nos temen por igual y sus huestes no saben quiénes somos ni cómo encontrarnos a pesar de que vivimos entre ellos desde el inicio de estas estúpidas guerras."
"Nosotros..." pensaba dejando aumentar mi curiosidad; mi maestro lo notaba pero nunca hizo un movimiento que descubra el misterio ni dijo una palabra demás. Entendí este proceder suyo como enseñanza y que algún día me diría quiénes son "nosotros", que sólo tenía que esperar. Como regalo de cumpleaños número 16 recibí la noticia de que teníamos una nueva invitada en la casa, una niña huérfana que estaba por sufrir la suerte de aquellas que no vivían en nuestra casa y escapaban a nuestro cuidado, que eran el resto de mujeres de nuestro país. Lo que las mujeres de mi casa sabían pero no entendían fue cómo llegó hasta aquí, "hace unos días el Señor de la casa de Miyagure llegó al centro de la plaza, se arrodilló en el suelo, pidió perdón, sacó una tanto y se destripó frente a todos. En un pergamino que tenía con él había relatado por qué se suicidaba y escrito instrucciones detalladas sobre lo que quería que se haga con los bienes que había obtenido tras todas las atrocidades que había cometido. Encargó esta jovencita a nuestra casa", así de efectivo y bueno era mi maestro.
"Dejarás de tratarme como a alguien superior a ti a partir de hoy, ese será mi regalo para ti". Mi maestro me situó en medio del bosque que se había convertido en extensión de mi hogar, vendada los ojos y armada de mi kodachi. "Puedes sacarte la venda cuando quieras, eso no te servirá de nada. Puedes usar tu kodachi, eso tampoco te servirá." Al tiempo que me entusiasmaba saber que para este momento es que había sido entrenada desde que por una "coincidencia" fui encontrada por el hombre más gentil de mi vida después de mi padre, estaba aterrada. No me saqué la venda y dejé mi kodachi en mi lugar favorito del bosque y comencé a moverme con sigilo. El aire olía a otras personas aparte de él. De pronto ladeé mi cabeza oyendo el silbar de una flecha que pasó saludándome y anunciando el inicio de mi "prueba". Salté hacia un árbol trepando en segundos hasta una de las ramas. En ella había un arma que reconocí de todas las armas nacionales y extranjeras que mi maestro poseía y me había enseñado. Nunca había usado algo así para defenderme, pensé mientras desviaba el ataque de alguien cuya agilidad contrastaba con su volumen y peso. El hombre partió la rama en la que me paraba, dejándome suspendida en el aire por ese instante enque la gravedad se olvida de su entorno, y aproveché el tal para golpear al hombre en tres puntos. Sabía que era hombre por su "presencia", y me gustaba cómo olía pero no me atraía. Respeté su condición de hombre y no le pegué en los testículos. No hizo falta, cayó inmóvil al suelo. Había vencido al primero de siete.
"Siete???" me pregunté con perplejidad a la par que me pregunté por qué sabía que era un hombre sin haberlo percibido con casi ninguno de mis sentidos. Mi mente me permitía hacerme estas preguntas al tiempo que mi cuerpo evitaba dos abanicos filosos como mi propia kodachi. Corrí asediando y esquivando a esa hostil presencia femenina de olor a durazno mientras mi mente me impelía a responder qué clase de fruta es un durazno que nunca había visto en este país. Había tenido que deshacerme del arma conque había vencido al hombre y atacaba con mis puños y mis piernas hasta que tropecé con una hoja filosa, aserrada, curva y de peso mucho menor a las armas tradicionales. La blandí esquivando dos abanicazos y haciendo rechinar los aceros de que estaban recubiertos sus peligrosos filos. Sentí el traspié de la elegante dama, la desarmé y golpeé su garganta, asegurándome de que quedara desmayada.
Seguí moviéndome en medio del bosque mientras se acercaba la noche y con ella, esta vez, dos sujetos extraños. Dejé las preguntas de cómo y porqué para después y puse a mi mente a trabajar en lo que percibía: dos gemelos. La mujer lanzó un dardo proviniente de un artefacto mucho más grande que una cerbatana de las que había conocido y el hombre intentó nublar mi oído con el sonido de algo similar a una hoja de acero blando. Subí de nuevo a uno de los árboles escapando del dardo pero aturdida por el sonido. Tuve los instantes precisos para recuperarme antes de que el hombre emitiera el segundo sonido pero mi mente me alertó que esta vez atacaría con algo distinto. Me lancé de prisa hacia el suelo sorprendiendo al hombre y juntando mis manos empujé el aire hacia él, haciéndole inhalar el veneno que había lanzado hacia mí; tomé otra arma que estaba en el suelo, desarmé a la mujer y provoqué su caída en un enramado similar al que mi maestro usó para enredarme años atrás. Los había inutilizado a ambos.
Tenía aún el arma con la que había vencido a la mujer cuando sentí un cambio de peso casi imperceptible en su extremo, que variaba a lo largo del arma acercándose vertiginosamente hacia mí. Cuando estaba más cerca aumentó un poco más para luego desvanecerse. Sentí el aire cortarse al tiempo que escuchaba el canto de un par de hojas de acero aproximarse hacia mí cual un rayo. Quien las manejaba era muy, muy ligero y estremandamente flexible. Me refugié tras un arma similar en tamaño a una puerta. Tenía mango pero su peso y tamaño me hacían imposible blandirla. Sólo me sirvió para esquivar el ataque, pero tuve el tiempo para notar que tenía algo colgado del mango. Lo tomé y me puse a asediar a mi formidablemente flexible contendor. Sus armas parecían no más que dos hojas de cerezo bañadas en metal, pero logró herirme muy ligeramente un brazo con una de ellas. Se alejó y lanzó una de las hojas hacia mi rostro y luego la otra. Logré que ambas se clavaran en la madera del arma que tenía y giré devolviéndoselas de modo que enganchen en su ropa, prendiéndolo de un árbol y dejándolo inconciente tras el golpe conque recibió el árbol a su humanidad.
El siguiente contendor se acercó a mí ávido de las escasas gotas de sangre que salían de mi herida. Olía a perro mojado. Se lanzó a mí con algo que no parecía un arma sino un colmillo en un ataque que se me figuró más bien torpe y noble a la vez. Sus intenciones eran honestas, tenía hambre. De la amplísima gama de habilidades que mi maestro me enseñó en estos años mi mente me sugirió disfrazar mis modos e imprimir en la mente del lobo que estaba cazando a una presa. Corrí a toda mi velocidad buscando que me persiga y cuando estuvo a punto de alcanzarme con el colmillo que blandía conseguí entramparlo con otra de las armas que estaban regadas en el lugar. Me dieron lástima esa especie de gemidos lastimeros que emitía al verse, a su modo, enjaulado.
"El siguiente enemigo es el odio". Escuché la voz de mi maestro pero lo que percibí no fue a él. No dejé a mi mente tiempo para que se preguntara por qué mi tío estaba de pie, usando su katana y dispuesto a asesinarme tras violarme ferozmente. Tampoco desprecié la oportunidad. Entendí en ese instante que él había orquestado un tramado efectivo para que mi padre muriera asesinado a manos de legiones de cosas desconocidas para el mundo, y que podían adquirir forma humana por escasas horas. Al tiempo que semejantes cantidades de información estaban siendo absorbidas, ordenadas y decodificadas por mi mente mi cuerpo temblaba ante la posibilidad de tener la venganza de la vida en mis manos tras asesinar a sujeto que representaba, para mí, siglos y siglos de tortura hacia las mujeres sólo por haberse dejado seducir una vez. "¡¡¡Una!!!" Mi cuerpo reaccionaba bloqueando y atacando armado, de nuevo, únicamente de sus extremidades, mientras lo dirigía hacia donde había dejado mi fiel kodachi. La tomé y esquivé el que pudo haber sido el sablazo final, dándome tiempo para rodar, incorporarme, lanzar un guijarro a su frente y cargar contra él con toda la precisión, velocidad y furia que sentía y que percibía que no era solo mía. Superé en seis golpes la velocidad de mi adversario y al séptimo logré desarmarlo pegándole en las muñecas con el mango de mi kodachi y tumbándolo al piso para someterla bajo el peso de mi cuerpo. Tenía su garganta a mi merced y un boleto para su alma cuya parada final era el infierno.
Me quité la venda y le miré a los ojos, y me perdí para darme cuenta que estaba en otros lugares, vistiendo de tantas otras formas y portanto un arma, y otra y otra y otra. Vi artefactos movidos por la energía de la tierra, y otros movidos por un fuego que se alimentaba de una sustancia viscosa proviniente de la muerte; vi objetos de metal moverse por el cielo escupiendo más metal y arruinando la tierra; vi animales de múltiples cabezas y rayos que salían de artefactos más pequeños que una tanto; vi el miedo de los ojos de muchas víctimas a punto de morir a manos de tipos vestidos como yo vestía y de otros vestidos con batas blancas en cuyos ojos no había el menor rastro de humanidad; ví gigantes que asediaban a chicas como yo con mil promesas o solo con su fuerza descomunal y habilidades sobrehumanas, procreando con ellas seres horribles y formidables; ví objetos que se aplastaban y que tenían símbolos de otro idioma y desde los cuales personas comandaban a los artefactos que les comandaban a ellas; ví seres similares a dragones y serpientes que mentían, enamoraban, esclavizaban y asolaban; sentí que tenía la oportunidad de acabar con todas esas aberraciones en ese momento tan sólo hundiendo mi kodachi en la garganta del hombre que representaba todo lo que yo odiaba y mucho, mucho más...
...y no lo hice. Con la velocidad a la que estaba funcionando mi mente entendí que hacerlo no acabaría con nada y que continuaría todo, mientras con toda mi alma y con todo mi cuerpo clavé la kodachi a un lado; presa de de la impotencia y la frustración mía y de toda una humanidad lancé un grito que silenció todo el bosque, puñéteé el piso innumerables veces y lloré apretando mis dientes. Hace instantes y largo rato a la vez, mi mente ya no tenía problemas con esas paradojas temporales, que estaba arrodillada sobre la tierra y lo que yo aseguraba que era mi tío había desaparecido de debajo de mí. "Felicidades, mujer, has vencido el odio." Mi maestro se acercó a mí vestido de blanco y parecía resplandecer en la oscuridad, al igual que todas las personas que había derrotado, entre ellas la bellísima extranjera que me había atendido y curado años antes, portadora de los abanicos que cortan. "No mataste a nadie y procuraste que los hombres y las mujeres que derrotaste queden inutilizados pero sin daños. Ya no soy más tu maestro." Al tiempo que estaba perdiendo a mi mentor de toda la vida estaba ganando mi real mayoría de edad, y eso me emocionó nuevamente hasta las lágrimas. Corrí en una breve pero tempestuosa carrera hacia él y lo abracé con un afecto nuevo, de mujer. Todos mis contendores se acercaron a mí brindándome su calidez en un abrazo que hizo cantar al bosque. "Vámonos ya, tienes que descansar." Yo tenía preguntas. "Mañana será otro día, no hemos hecho más que empezar."
Desperté en casa. Esa había sido una noche bastante agitada. La pequeña Kanoe estaba muy delicada de salud, las mujeres y los hombres de la casa preocupados por ella y entre ellos la noticia de un nuevo suicidio. "El hara kiri se ha puesto de moda entre la gente de la alta sociedad... Dicen que esta vez fue una cotesana que, igual que Miyagure, salió una noche y en plena plaza se degolló. No, pues, eso no es para nada honorable. Tenía una nota consigo. Quién pensaría que tras su honorable nombre ella no era más que una madam, traficante de niñas, niños y drogas." Yo estaba al tanto pero debía fingir la misma ignorancia que el resto de mi casa. Eso me estaba incomodando desde hace ya unos dos años. "Se suicidan, tienen la oportuindad de su vida y se suicidan. Pero no todos lo hacen. Hay quienes prefieren vivir con sus crímenes y hay quienes prefieren escapar, como si pudieran." Arubi no era incuestionable pero sus respuestas siempre me dejaban empantanada, desde mis 6 años.
Entendí que nosotros no castigábamos, como sí pretendían hacerlo nuestros imitadores mediante cruentas hazañas. Ni Arubi ni sus amigos ni yo matamos nunca a nadie. Teníamos vidas normales y desempeñábamos actividades normales. No éramos un clan ni una cofradía. Nos juntábamos en determinados momentos y decidíamos qué hacer sin ningún método mágico. Desde que soy mujer hemos hecho así, y cada suicidio nos pesa, "el honor es algo que se puede recuperar, la vida, no; los japoneses no entienden eso." En casa, por fin limpiamos el nombre de mi padre tras la muerte de mi tío. Los sexópatas y los pederastas tuvieron que ir a buscar dónde satisfacer su asquerosa lujuria primero fuera de nuestra casa, luego fuera de nuestros dominios y eventualmente fuera de nuestra amada ciudad. Nuestras niñas ya no se ofrecían como mercancía para los apetitos de nadie; nuestras mujeres eran, aunque encubiertas, libres dentro de una sociedad de esclavas de esclavos de esclavos, y los hombres con quienes disfrutaban del placer sexual por noches y a veces días y semanas, eran parte de nuestras vidas, ayuda de nuestras labores, protectores de nuestra casa y proveedores de sustento, recursos y amor. "Y tú, noble y gran hermana, cuándo escogerás a un hombre para ti? Misao San ya me ha escogido a mí y es la última, cúando será tu turno?" Mientras las risas rondaban la habitación a la hora de la cena yo contestaba un suscinto "ya será mi turno, no se preocupen", a la par que pensaba en qué haría a la partida de Arubi.
"Ahora debemos dividirnos e ir tras nuevos rumbos", nos decía con su mirada perdida entre nosotros y un futuro nostálgico e ignoto. "Kayo, en ti he recuperado el entusiasmo para continuar en este empeño, al tiempo que has nutrido de esperanza a cada uno de nosotros." Me miraban con mucha ternura al tiempo que les entusiasmaba a todos las noticias que tendrían de mí tras su partida. "Esta es mi último regalo para ti, extiende tu mano." Sentados en círculo como estábamos primero la extendí yo y luego cada uno de nosotros, juntándolas en el centro del círculo. Cuando se tocaron la distancia se hizo entre nosotros, situándonos en rincones diametralmente opuestos del planeta. "La distancia es nada. Nuestros caminos, como los de todos, nos tendrán juntos unos tiempos y distantes otros, pero separados, nunca." Siempre fui una llorona pero desde mis 6 años siempre fui feliz. Al final de la primavera habríamos de tomar rumbos distintos, mirando hacia un horizonte que nos ofrecía mucha oposición pero nos invitaba a sortearla con lo mejor de nosotros.
Yo, me quedé en Japón. Tras la partida de Arubi hice todo lo que estuvo en mis manos para que no se produjeran sucidios, que uno tras otro probaban que vivimos en una sociedad enferma de poder y capaz de devorarse a sus herederos. Mi casa, mi ciudad, estaban bajo la protección de las personas que decidían salir de la oscuridad a afrontar las consecuencias. El renombre que adquirió, primero como "la ciudad de los suicidas" y luego como "la ciudad de la justicia", se diluyó hasta volverse en "la ciudad limpia". Yo, tras conocer al hombre que me gusta estoy próxima a contraer compromiso con él. Mi kodachi está limpia de sangre, y su katana y su arma han probado ser de un hombre de verdad. Sigo co mi tarea, que a la vez es mi misión y mi vida, y soy una artista renombrada. Pinté a mi tío como estaba, sin ojos y manco, momentos antes de su muerte. El cuadro decidió que merecía ser recordado con honor tras una vida de arrepentimiento, plasmando en el lienzo las partes de su cuerpo que le faltaban. Kanoe quiere ser mi heredera en la misión que yo adquirí y que llevaré hasta el final de mi vida. Pronto será su prueba. Estoy talvez más ansiosa que ella porque llegue su día. Quiero regalarle ya su kodachi.
¿El? nunca me tocó. No hablaré sobre el candor que derrochaba y cómo le proporcionaba lo que luego entendí como favores de las mujeres que lo frecuentaban; demás estaba decir que ellas venían discretas y se iban contentas y dispuestas a defender al maestro con sus vidas y seguirle "pidiendo" fervientemente tales favores. Sólo diré que me prometió que él no sería quien me desflore, ni nadie sino el hombre que me guste, o el que yo ame.
Su fama como pintor era medianamente conocida; su fama como amante era un susurro imperceptible del viento de verano; su fama como espadachín era algo de lo que sólo conocían los que estaban a punto de fallecer; me entrenó en ese arte y en el arte de vivir mi vida en un lugar donde los hombres son propiedad de los señores daimios y las mujeres son propiedad de los hombres.
Su primera gran influencia en mi vida fue cuando me enseñó cómo espada y pincel pueden ser uno, e igualmente letales. Tras el asesinato de mi padre mi tío quedó a cargo de nuestra casa. El era un hombre abusivo y cruel con sus subordinados y con su familia. Yo no sabía que la línea entre el dolor y el placer era tan delgada ni que estaba a veces marcada con sangre; me conmovía mi tía con sus lastimeros quejidos y con sus moretones al siguiente día; extraño mucho a mi madre, que hizo caso omiso de la advertencia de mi abuela y un día que mi tío vino borracho con unos amiguetes ella le negó su cuerpo, a él y a sus amiguetes. "A una mujer se la honra!" fue lo último que gritó antes de ser deshonrada y luego degollada. Mi tía se tardó sólo unos segundos en taparme ojos y oídos envolviéndome en su regazo pero fue tarde. "A una mujer se la honra". Yo pintaba y hacía garabatos que un sujeto que venía de vez en cuando vería y sabría apreciar. A pocas personas respetaba mi tío como a él; era el único de los habituales invitados a la casa que podía entrar armado. Días después el señor se las ingenió para dejarme un mensaje en clave, citándome en un prado cerca del acantilado horas antes de caer la tarde.
El mensaje era claro: "sé puntual y trae tu pincel". Llegué con las justas, creo, no le vi a primera vista. De pronto, cual una visión apareció ante mí, vestido como nunca había vestido antes a nadie: un traje negro, cubierto la cara por completo y con un sombrero de los que se usan para los viajes largos. Yo estaba aterrada pero como acto reflejo saqué mi pincel apuntando hacia la figura aterradora, que echó a reír estrepitosamente: "excelente! sabía que lo harías!" Ante mi perplejidad se descubrió el rostro, y a partir de entonces pasé la primera de muchas tardes furtivas pintando primero y aprendiendo el arte de la espada después, y combinando estas técnicas de una manera que mi maestro alababa y pulía todo el tiempo y que a mí me llegó a enorgullecer como artista años después.
El me decía que las espadas eran un asunto fálico. Yo entendería estas palabras a mis 12 años, cuando el hombre designa que la niña está en "edad de merecer". Los 6 años previos desde que lo conocí me enseñó cómo sacar partido del ego masculino. Gracias a estas enseñanzas mi tío nunca me topó un pelo durante esos 6 años, si bien el incremento de las tareas, el esfuerzo y el cansancio poblaron mis días, mis tardes y parte de mis noches. No faltaré a la verdad, nunca nos faltó comida, pero en esa casa no éramos más que perros, y mi tío no era más que un perro más grande. Mi maestro me enseñó que un hombre de verdad tiene un arma y una katana, "con su katana protege a su mujer y con su arma la llena de placeres". Ahora puedo decir que él no era mujeriego porque él no las buscaba, y las que acudían a él siempre encontraban refugio en su sabiduría, en su ternura y en su lecho.
Mientras me decía estas cosas me instaba a incrementar mi habilidad artística y de combate. Yo tenía mi propio dinero, que él me daba por la venta de mis pinturas. Un día osé preguntarle qué hacía con ellas, dónde las vendía y si me estaba dando todo el dinero de las ventas, y me llevó de paseo. Al ver mis obras exhibidas en las tiendas del pueblo me emocioné muchísimo, y al ver a cuánto se vendían entendí que mi maestro no me estaba explotando, como sí hacía mi tío con su propia familia y con sus subordinados. Me enseñó que debía cuidar ese dinero, que tarde o temprano me serviría me decía, y así fue a mis 12 años, en mi cumpleaños.
"Las katanas son un asunto fálico". Mientras volvía a decirme esto desenvolvió de un manto de seda azul preciosa y tersa una kodachi, "las kodachi son tan finas como la mujer, mujer que serás de hoy en adelante". Me emocioné hasta las lágrimas y abracé firmemente a mi maestro, que nunca me prohibió demostrar mis emociones pero me enseñó a domarlas, las mías y las de los hombres y las mujeres de mi alrededor. Mas esa noche no necesitaría un arma.
--
Regresé a casa y comíamos como habitual, sin alzar la mirada a nuestro "benefactor" y amo, hasta que noté que me miraba de esa manera morbosa como miran los viejos cerdos a los que él provee de jovencitas como yo. "Ya estás en edad de merecer", mi abuela, mi tía y las mujeres de la mesa palidecieron y bajaron, más, su semblante. Yo hice lo propio y palidecí también hasta que se acercó a mí, mano abierta hacia mis posaderas y perdió un ojo y luego otro en el camino. Intentó desenvainar, así ciego como acababa de quedar víctima de un par inesperado de ohashis y apuntó hacia mi cuello, olvidando mi estatura y cortándose un brazo, que yo ubiqué en la trayectora de la katana guiada por sus manos torpes y su furia estúpida. El resto de mujeres de mi casa no tuvieron tiempo para apreciar la escena pero corrieron solícitas a curar heridas. Me veían con perplejidad. Yo veía en sus miradas algo que no había visto nunca en una mujer de mi sociedad y que nació con nosotras: un bloque de hielo rompiendo en un río de lágrimas de júbilo que miraban a la primera mujer en derrotar a un cabrón experto en bushido. Sé que le habrían dejado morir desangrado en una agonía lenta como las noches en que él les "hizo mujeres", como sus antepasados "hicieron mujeres" a sus antepasadas, pero en un acierto de inteligencia le curaron rápido para evitar su muerte. Una de ellas cobró venganza por sí misma dejándole la lengua partida en dos, cual una serpiente, mientras él gritaba "Kisama Kayooo!", las últimas palabras que podría articular normalmente y como hombre dentro de nuestra casa y por el resto de su vida.
Mi maestro supo lo acontecido. No me reprendió. No me dijo nada por unos días, días en los que yo hice el duelo tras haber dado muerte a la sumisión de que padecía yo y siglos de generaciones de mujeres de este país. Tras esos días me retó con palabras que volvieron a provocar en mí aquella furia de días atrás. Demás está decir que nunca conseguí asestarle un solo golpe y que sólo me hacía daño con las ramas de los árboles. Le odié primero, luego me odié a mí por ser tan débil, "no eres débil por sentir, eres débil por no entender". Dijera lo que él dijera no hacía más que incrementar mi furia y la velocidad y la imprecisión de mis ataques hasta que, como una araña, consiguió que me entrampara a mí misma en el enramado y la maleza del bosque. No podía moverme más por el cansancio y por la prisión enque se convirtió el misericordioso poblado de árboles. "Te rindes?" "Jamás!" "Entonces estás derrotada." Lloré, grité y pataleé con la fuerza que me quedaba hasta quedar dormida colgada en las ramas. cuando desperté estaba vestida con un kimono precioso, perfumada y mis heridas sanadas "por mi maestro!!!" pensé con el horror de deducir que me vio desnuda, cuando se acercó a mí una mujer muy elegante, extranjera. "Bebe esto. Cuando te sientas mejor el Maestro ha dispuesto que lo busques. Esta casa es un laberinto, no intentes salir por otro lado que por donde te indiqué". La bellísima extranjera se incorporó y dejó la habitación caminando con cierta dificultad pero con una mueca de placer que me intrigaba.
Yo no iba a quedarme con la curiosidad de saber dónde estaba, si bien aún el estupor me dominaba. Salí por donde me había indicado la mujer y vi a mi maestro sentado frente a la puerta. Le grité mil cosas y corrí a golpearlo todo lo fuerte que podía, sin técnica y con la furia, la desazón y el anhelo de obtener el perdón que de pronto me nació implorar. Mi maestro me sujetó de los brazos y me acercó a su pecho, abrazándome con una ternura que me hizo recordar a mi padre, a quien vi morir asesinado. "Yo no soy quien tiene que perdonarte, ni él ni nadie. Sólo son tú y el universo." Lloré por horas enteras mientras me servía el mejor té que había probado jamás, "ahora sabes a qué sabe la libertad en medio de un mundo de esclavos".
"Siéntate, perro!, y come". Nos volvimos muy hábiles en administrar nuestros recursos y si bien no podíamos dejar de ofrecer el servicio sexual por el que nuestra casa venida a menos había ganado fama tras la muerte de mi padre y por legado de mi tío, nos prometimos nunca más usar niñas o jovencitas o a nosotras mismas, y terminar con esa nefasta forma de vida antes de que se vuelva tradición. Yo me convertí a mis escasos 12 años en ama y señora de la casa, tutelada por mis mayores. Por primera vez en mucho tiempo sentí lo que es el amor dentro de mi familia y me gustaba. Mi maestro venía con la misma frecuencia pero era tratado con cortesías que las mujeres de mi familia ya no disimulaban en ocultar; sus visitas nunca duraron lo suficiente como para que ellas se extiendan en tales cortesías, lo cual no impidió que más de una de ellas haya gozado de sus "favores". Comenzamos a crear formas de sustento aparte del comercio sexual, "tú vas a hablar cuando te digamos, y vas a decir lo que te digamos; si dices algo o haces algo demás nos suplicarás que te matemos". Nos parapetábamos en el respeto que el nombre de mi tío tenía para hacer sus "mandados", mas las chicas y mujeres de nuestra familia podían elegir cuándo y cómo atendían, y lo hacían con cada vez menos frecuencia, a sus "clientes".
Mi maestro y yo seguíamos entrenando. "Basta conque estés ligeramente fuera de su rango visual y no te verán", me enseñó el arte de volverme imperceptible a los ojos de la gente, "pero cuando enfrentes a alguien con habilidades nunca des por sentado que no te ha visto. Para ellos es que aprenderás a ser invisible y a desaparecer." Me enseñó que el arma soy yo y no mi kodachi, y que me debo respeto. Me enseñó también que no haga nada en contra de mi voluntad, por lo que en cada "misión" a la que le acompañé lo hice porque quise. "Nosotros no matamos. Matar no es liberar, es privar de la oportunidad de redimirse de cada sr humano", nuestras "víctimas" preferían la muerte a vivir aterrados por el recuerdo de nuestras visitas y por el tormento de sus crímenes. "No somos vengadores ni apoyamos a nadie. Tokushimas y Tenkos nos temen por igual y sus huestes no saben quiénes somos ni cómo encontrarnos a pesar de que vivimos entre ellos desde el inicio de estas estúpidas guerras."
"Nosotros..." pensaba dejando aumentar mi curiosidad; mi maestro lo notaba pero nunca hizo un movimiento que descubra el misterio ni dijo una palabra demás. Entendí este proceder suyo como enseñanza y que algún día me diría quiénes son "nosotros", que sólo tenía que esperar. Como regalo de cumpleaños número 16 recibí la noticia de que teníamos una nueva invitada en la casa, una niña huérfana que estaba por sufrir la suerte de aquellas que no vivían en nuestra casa y escapaban a nuestro cuidado, que eran el resto de mujeres de nuestro país. Lo que las mujeres de mi casa sabían pero no entendían fue cómo llegó hasta aquí, "hace unos días el Señor de la casa de Miyagure llegó al centro de la plaza, se arrodilló en el suelo, pidió perdón, sacó una tanto y se destripó frente a todos. En un pergamino que tenía con él había relatado por qué se suicidaba y escrito instrucciones detalladas sobre lo que quería que se haga con los bienes que había obtenido tras todas las atrocidades que había cometido. Encargó esta jovencita a nuestra casa", así de efectivo y bueno era mi maestro.
--
"Dejarás de tratarme como a alguien superior a ti a partir de hoy, ese será mi regalo para ti". Mi maestro me situó en medio del bosque que se había convertido en extensión de mi hogar, vendada los ojos y armada de mi kodachi. "Puedes sacarte la venda cuando quieras, eso no te servirá de nada. Puedes usar tu kodachi, eso tampoco te servirá." Al tiempo que me entusiasmaba saber que para este momento es que había sido entrenada desde que por una "coincidencia" fui encontrada por el hombre más gentil de mi vida después de mi padre, estaba aterrada. No me saqué la venda y dejé mi kodachi en mi lugar favorito del bosque y comencé a moverme con sigilo. El aire olía a otras personas aparte de él. De pronto ladeé mi cabeza oyendo el silbar de una flecha que pasó saludándome y anunciando el inicio de mi "prueba". Salté hacia un árbol trepando en segundos hasta una de las ramas. En ella había un arma que reconocí de todas las armas nacionales y extranjeras que mi maestro poseía y me había enseñado. Nunca había usado algo así para defenderme, pensé mientras desviaba el ataque de alguien cuya agilidad contrastaba con su volumen y peso. El hombre partió la rama en la que me paraba, dejándome suspendida en el aire por ese instante enque la gravedad se olvida de su entorno, y aproveché el tal para golpear al hombre en tres puntos. Sabía que era hombre por su "presencia", y me gustaba cómo olía pero no me atraía. Respeté su condición de hombre y no le pegué en los testículos. No hizo falta, cayó inmóvil al suelo. Había vencido al primero de siete.
"Siete???" me pregunté con perplejidad a la par que me pregunté por qué sabía que era un hombre sin haberlo percibido con casi ninguno de mis sentidos. Mi mente me permitía hacerme estas preguntas al tiempo que mi cuerpo evitaba dos abanicos filosos como mi propia kodachi. Corrí asediando y esquivando a esa hostil presencia femenina de olor a durazno mientras mi mente me impelía a responder qué clase de fruta es un durazno que nunca había visto en este país. Había tenido que deshacerme del arma conque había vencido al hombre y atacaba con mis puños y mis piernas hasta que tropecé con una hoja filosa, aserrada, curva y de peso mucho menor a las armas tradicionales. La blandí esquivando dos abanicazos y haciendo rechinar los aceros de que estaban recubiertos sus peligrosos filos. Sentí el traspié de la elegante dama, la desarmé y golpeé su garganta, asegurándome de que quedara desmayada.
Seguí moviéndome en medio del bosque mientras se acercaba la noche y con ella, esta vez, dos sujetos extraños. Dejé las preguntas de cómo y porqué para después y puse a mi mente a trabajar en lo que percibía: dos gemelos. La mujer lanzó un dardo proviniente de un artefacto mucho más grande que una cerbatana de las que había conocido y el hombre intentó nublar mi oído con el sonido de algo similar a una hoja de acero blando. Subí de nuevo a uno de los árboles escapando del dardo pero aturdida por el sonido. Tuve los instantes precisos para recuperarme antes de que el hombre emitiera el segundo sonido pero mi mente me alertó que esta vez atacaría con algo distinto. Me lancé de prisa hacia el suelo sorprendiendo al hombre y juntando mis manos empujé el aire hacia él, haciéndole inhalar el veneno que había lanzado hacia mí; tomé otra arma que estaba en el suelo, desarmé a la mujer y provoqué su caída en un enramado similar al que mi maestro usó para enredarme años atrás. Los había inutilizado a ambos.
Tenía aún el arma con la que había vencido a la mujer cuando sentí un cambio de peso casi imperceptible en su extremo, que variaba a lo largo del arma acercándose vertiginosamente hacia mí. Cuando estaba más cerca aumentó un poco más para luego desvanecerse. Sentí el aire cortarse al tiempo que escuchaba el canto de un par de hojas de acero aproximarse hacia mí cual un rayo. Quien las manejaba era muy, muy ligero y estremandamente flexible. Me refugié tras un arma similar en tamaño a una puerta. Tenía mango pero su peso y tamaño me hacían imposible blandirla. Sólo me sirvió para esquivar el ataque, pero tuve el tiempo para notar que tenía algo colgado del mango. Lo tomé y me puse a asediar a mi formidablemente flexible contendor. Sus armas parecían no más que dos hojas de cerezo bañadas en metal, pero logró herirme muy ligeramente un brazo con una de ellas. Se alejó y lanzó una de las hojas hacia mi rostro y luego la otra. Logré que ambas se clavaran en la madera del arma que tenía y giré devolviéndoselas de modo que enganchen en su ropa, prendiéndolo de un árbol y dejándolo inconciente tras el golpe conque recibió el árbol a su humanidad.
El siguiente contendor se acercó a mí ávido de las escasas gotas de sangre que salían de mi herida. Olía a perro mojado. Se lanzó a mí con algo que no parecía un arma sino un colmillo en un ataque que se me figuró más bien torpe y noble a la vez. Sus intenciones eran honestas, tenía hambre. De la amplísima gama de habilidades que mi maestro me enseñó en estos años mi mente me sugirió disfrazar mis modos e imprimir en la mente del lobo que estaba cazando a una presa. Corrí a toda mi velocidad buscando que me persiga y cuando estuvo a punto de alcanzarme con el colmillo que blandía conseguí entramparlo con otra de las armas que estaban regadas en el lugar. Me dieron lástima esa especie de gemidos lastimeros que emitía al verse, a su modo, enjaulado.
--
"El siguiente enemigo es el odio". Escuché la voz de mi maestro pero lo que percibí no fue a él. No dejé a mi mente tiempo para que se preguntara por qué mi tío estaba de pie, usando su katana y dispuesto a asesinarme tras violarme ferozmente. Tampoco desprecié la oportunidad. Entendí en ese instante que él había orquestado un tramado efectivo para que mi padre muriera asesinado a manos de legiones de cosas desconocidas para el mundo, y que podían adquirir forma humana por escasas horas. Al tiempo que semejantes cantidades de información estaban siendo absorbidas, ordenadas y decodificadas por mi mente mi cuerpo temblaba ante la posibilidad de tener la venganza de la vida en mis manos tras asesinar a sujeto que representaba, para mí, siglos y siglos de tortura hacia las mujeres sólo por haberse dejado seducir una vez. "¡¡¡Una!!!" Mi cuerpo reaccionaba bloqueando y atacando armado, de nuevo, únicamente de sus extremidades, mientras lo dirigía hacia donde había dejado mi fiel kodachi. La tomé y esquivé el que pudo haber sido el sablazo final, dándome tiempo para rodar, incorporarme, lanzar un guijarro a su frente y cargar contra él con toda la precisión, velocidad y furia que sentía y que percibía que no era solo mía. Superé en seis golpes la velocidad de mi adversario y al séptimo logré desarmarlo pegándole en las muñecas con el mango de mi kodachi y tumbándolo al piso para someterla bajo el peso de mi cuerpo. Tenía su garganta a mi merced y un boleto para su alma cuya parada final era el infierno.
Me quité la venda y le miré a los ojos, y me perdí para darme cuenta que estaba en otros lugares, vistiendo de tantas otras formas y portanto un arma, y otra y otra y otra. Vi artefactos movidos por la energía de la tierra, y otros movidos por un fuego que se alimentaba de una sustancia viscosa proviniente de la muerte; vi objetos de metal moverse por el cielo escupiendo más metal y arruinando la tierra; vi animales de múltiples cabezas y rayos que salían de artefactos más pequeños que una tanto; vi el miedo de los ojos de muchas víctimas a punto de morir a manos de tipos vestidos como yo vestía y de otros vestidos con batas blancas en cuyos ojos no había el menor rastro de humanidad; ví gigantes que asediaban a chicas como yo con mil promesas o solo con su fuerza descomunal y habilidades sobrehumanas, procreando con ellas seres horribles y formidables; ví objetos que se aplastaban y que tenían símbolos de otro idioma y desde los cuales personas comandaban a los artefactos que les comandaban a ellas; ví seres similares a dragones y serpientes que mentían, enamoraban, esclavizaban y asolaban; sentí que tenía la oportunidad de acabar con todas esas aberraciones en ese momento tan sólo hundiendo mi kodachi en la garganta del hombre que representaba todo lo que yo odiaba y mucho, mucho más...
...y no lo hice. Con la velocidad a la que estaba funcionando mi mente entendí que hacerlo no acabaría con nada y que continuaría todo, mientras con toda mi alma y con todo mi cuerpo clavé la kodachi a un lado; presa de de la impotencia y la frustración mía y de toda una humanidad lancé un grito que silenció todo el bosque, puñéteé el piso innumerables veces y lloré apretando mis dientes. Hace instantes y largo rato a la vez, mi mente ya no tenía problemas con esas paradojas temporales, que estaba arrodillada sobre la tierra y lo que yo aseguraba que era mi tío había desaparecido de debajo de mí. "Felicidades, mujer, has vencido el odio." Mi maestro se acercó a mí vestido de blanco y parecía resplandecer en la oscuridad, al igual que todas las personas que había derrotado, entre ellas la bellísima extranjera que me había atendido y curado años antes, portadora de los abanicos que cortan. "No mataste a nadie y procuraste que los hombres y las mujeres que derrotaste queden inutilizados pero sin daños. Ya no soy más tu maestro." Al tiempo que estaba perdiendo a mi mentor de toda la vida estaba ganando mi real mayoría de edad, y eso me emocionó nuevamente hasta las lágrimas. Corrí en una breve pero tempestuosa carrera hacia él y lo abracé con un afecto nuevo, de mujer. Todos mis contendores se acercaron a mí brindándome su calidez en un abrazo que hizo cantar al bosque. "Vámonos ya, tienes que descansar." Yo tenía preguntas. "Mañana será otro día, no hemos hecho más que empezar."
--
Desperté en casa. Esa había sido una noche bastante agitada. La pequeña Kanoe estaba muy delicada de salud, las mujeres y los hombres de la casa preocupados por ella y entre ellos la noticia de un nuevo suicidio. "El hara kiri se ha puesto de moda entre la gente de la alta sociedad... Dicen que esta vez fue una cotesana que, igual que Miyagure, salió una noche y en plena plaza se degolló. No, pues, eso no es para nada honorable. Tenía una nota consigo. Quién pensaría que tras su honorable nombre ella no era más que una madam, traficante de niñas, niños y drogas." Yo estaba al tanto pero debía fingir la misma ignorancia que el resto de mi casa. Eso me estaba incomodando desde hace ya unos dos años. "Se suicidan, tienen la oportuindad de su vida y se suicidan. Pero no todos lo hacen. Hay quienes prefieren vivir con sus crímenes y hay quienes prefieren escapar, como si pudieran." Arubi no era incuestionable pero sus respuestas siempre me dejaban empantanada, desde mis 6 años.
Entendí que nosotros no castigábamos, como sí pretendían hacerlo nuestros imitadores mediante cruentas hazañas. Ni Arubi ni sus amigos ni yo matamos nunca a nadie. Teníamos vidas normales y desempeñábamos actividades normales. No éramos un clan ni una cofradía. Nos juntábamos en determinados momentos y decidíamos qué hacer sin ningún método mágico. Desde que soy mujer hemos hecho así, y cada suicidio nos pesa, "el honor es algo que se puede recuperar, la vida, no; los japoneses no entienden eso." En casa, por fin limpiamos el nombre de mi padre tras la muerte de mi tío. Los sexópatas y los pederastas tuvieron que ir a buscar dónde satisfacer su asquerosa lujuria primero fuera de nuestra casa, luego fuera de nuestros dominios y eventualmente fuera de nuestra amada ciudad. Nuestras niñas ya no se ofrecían como mercancía para los apetitos de nadie; nuestras mujeres eran, aunque encubiertas, libres dentro de una sociedad de esclavas de esclavos de esclavos, y los hombres con quienes disfrutaban del placer sexual por noches y a veces días y semanas, eran parte de nuestras vidas, ayuda de nuestras labores, protectores de nuestra casa y proveedores de sustento, recursos y amor. "Y tú, noble y gran hermana, cuándo escogerás a un hombre para ti? Misao San ya me ha escogido a mí y es la última, cúando será tu turno?" Mientras las risas rondaban la habitación a la hora de la cena yo contestaba un suscinto "ya será mi turno, no se preocupen", a la par que pensaba en qué haría a la partida de Arubi.
--
"Ahora debemos dividirnos e ir tras nuevos rumbos", nos decía con su mirada perdida entre nosotros y un futuro nostálgico e ignoto. "Kayo, en ti he recuperado el entusiasmo para continuar en este empeño, al tiempo que has nutrido de esperanza a cada uno de nosotros." Me miraban con mucha ternura al tiempo que les entusiasmaba a todos las noticias que tendrían de mí tras su partida. "Esta es mi último regalo para ti, extiende tu mano." Sentados en círculo como estábamos primero la extendí yo y luego cada uno de nosotros, juntándolas en el centro del círculo. Cuando se tocaron la distancia se hizo entre nosotros, situándonos en rincones diametralmente opuestos del planeta. "La distancia es nada. Nuestros caminos, como los de todos, nos tendrán juntos unos tiempos y distantes otros, pero separados, nunca." Siempre fui una llorona pero desde mis 6 años siempre fui feliz. Al final de la primavera habríamos de tomar rumbos distintos, mirando hacia un horizonte que nos ofrecía mucha oposición pero nos invitaba a sortearla con lo mejor de nosotros.
Yo, me quedé en Japón. Tras la partida de Arubi hice todo lo que estuvo en mis manos para que no se produjeran sucidios, que uno tras otro probaban que vivimos en una sociedad enferma de poder y capaz de devorarse a sus herederos. Mi casa, mi ciudad, estaban bajo la protección de las personas que decidían salir de la oscuridad a afrontar las consecuencias. El renombre que adquirió, primero como "la ciudad de los suicidas" y luego como "la ciudad de la justicia", se diluyó hasta volverse en "la ciudad limpia". Yo, tras conocer al hombre que me gusta estoy próxima a contraer compromiso con él. Mi kodachi está limpia de sangre, y su katana y su arma han probado ser de un hombre de verdad. Sigo co mi tarea, que a la vez es mi misión y mi vida, y soy una artista renombrada. Pinté a mi tío como estaba, sin ojos y manco, momentos antes de su muerte. El cuadro decidió que merecía ser recordado con honor tras una vida de arrepentimiento, plasmando en el lienzo las partes de su cuerpo que le faltaban. Kanoe quiere ser mi heredera en la misión que yo adquirí y que llevaré hasta el final de mi vida. Pronto será su prueba. Estoy talvez más ansiosa que ella porque llegue su día. Quiero regalarle ya su kodachi.
Comentarios
He dicho!
Sou sabes lo q le gusta al público =D