El niño de las canas
Ese fue el apodo que le puse. Me cabreaba que dijera esas cosas, sobre todo cuando estaba jugando canicas, a la rayuela, se trepaba a los árboles o se sacaba los mocos con el meñique.
Un día le grité "yaaa!!! cállateee!!! qué te crees, muy sabido???" Y cómo me respondió? Me sonrió y me ignoró para seguir jugando... Lo que sí noté es que jamás hablaba así con los adultos. Para los niños tenía mil cosas que decir, para los adultos, ninguna de importancia. Era como si fuera un agente secreto. Y yo estaba dispuesta a desenmascararle. Con mis amiguitas urdí un plan: esta tarde nos íbamos a encargar de distraer a todos los niños, no habría excursión a los bosques ni juegos de piratas. El ya había llegado al parque y estaba jugando con unas piedras. Vio que me acercaba y se subió a un árbol, para bajar de un salto cuando llegué. "Bueno y vos qué?" de todas las cosas que quería interrogarle, esa fue la única que me salió. "Dame la mano", me dijo. Yo se la dí obedeciendo dos órdenes, en cuanto le di la mano le miré a los ojos fijamente. El árbol que quedó a su espalda envejeció hasta caerse; el césped se secó y reverdeció tantas veces que me mareé; las construcciones de nuestros alrededores se volvieron en ruinas. Me asusté muchísimo, quería llorar, "no me sueltes, por favor, no me dejes aquí". La mano del niño que me sujetaba había crecido, así como él mismo, y yo también. "No tengas miedo, no te soltaré". El cielo era lo único que no había cambiado, su celeste de mi niñez aún existía. "Lo notaste". "