Hojas sueltas

Si era cierto, como decían, que el todo era exactamente igual a cada una de sus partes, al vaquero, agotado en medio de la noche fría del desierto, no le quedaba más que dar todos los pasos que pudiera, seguro eso sí de la dirección en la que iba pero nunca tan contravenido en su andar, y qué más da, como le habían asegurado, que no llegue todo el encargo con tal que llegue aunque sea una hoja. El pueblo de su destino no quedaba lejos, le dijeron. También le dijeron que no había por dónde perderse y que el camino era relativamente transitable... "fácil, no me dijeron que sería" se decía cada vez que uno de sus pies abandonaba el dolor de la presión contra el suelo para volver a encontrarse con el recuerdo de una sensación eterna separada por instantes de ingrávido alivio.

Mientras apretaba el valiosísimo paquete de hojas contra sí para evitar que se desperdigara lo que quedaba del mismo veía en lontananza un puñado de luces. Desde donde partió le decían que el pueblo aquel sólo se dejaba ver de noche, que en el día el sol volvía imposible de ver, u oír, señal alguna del mismo. Qué importaba ya... la voluntad del viajero cedió a sus piernas cansadas de cada paso y sobre todo de los últimos. Cayó sobre la preciada carga sin poder, tal vez ni intentar, sujetar las hojas del encargo aquél que con envidiable ligereza nadaron en el aire perdiéndose en la noche.

Si por otro lado era también cierto que los sueños se forman a partir de susurros que entran a los oídos y cuyo único filtro es ese recóndito paraje de la mente conocido como subconsciente, el vaquero en sueños se percibió acompañado. Cualquier esfuerzo para moverse y sacarse de su sueño era absorbido por su cansancio, así que ahí estaba, a merced de quienquiera que lo haya encontrado cobijado por el frío del desierto. Con esa manera de decorar los paisajes que uno habita, el mundo onírico presentaba al vaquero, ojos abiertos débilmente, de cara al cielo de otra noche, noche de otros colores, de otras estrellas hasta de otro aire. Flotando gracias a las leyes de otra física y rodeado de seres de otra biología, se desplazaba junto con ellos a una velocidad indescriptible mas no en magnitud; uno de estos, que le rodeaban en una formación mezcla de camaradería y guardia, le dijo "lee". El vaquero leyó. "Habla". El vaquero habló. "Escucha". El vaquero escuchó. "Mira". El vaquero miró, miró lo que estaba leyendo: miró que estaba sosteniendo con sus dos manos las hojas que quedaban de todas las que le habían encargado y a la vez miró cómo sus manos sostenían el cielo mientras veían cómo cada estrella y grupo de ellas le decían todo lo que había preguntado o habría de preguntar alguna vez.

Tal vez, el conocimiento es como un golpe que se aprende a dar o esquivar, o como la sensación de caída o patada antes de despertar, un reto al soñador a asumir el sueño y marcharse cuanto antes, como rogando que las garras de la dimensión que dejó atrás no le alcancen. Así despertó el vaquero, además de mucho más confortable y con un techo sobre su cabeza. El compendio de hojas que llevaba consigo había sido separadas de él. Notó cómo ya no era necesario ni tenía valor alguno para él y salió del lugar sólo para encontrarse con aquellos seres de otra biología, estudiando las hojas sueltas con voracidad pero denotando poco éxito. Antes de verse entre ellos y no sin gratitud, se marchó por la puerta de atrás que tiene toda casa para despertar, esta vez sí, a sus propias hojas sueltas.

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